¡Mamá, soló déjame llorar!

Hace varios meses, mi hijo de tres años estaba teniendo uno de esos días. Esos días en los que nada parece irle bien (y por ende a ti tampoco). Quería que apagara el Sol en la mañana porque le molestaba la luz, su cereal se aguadó en la leche y le daba asco pero el cereal seco le lastimaba la boca, el agua de su tina estaba “demasiado tibia” y las burbujas no eran suficientes para hacerse una barba. Y para acabar de amolarla, su dinosaurio de plástico simplemente no quería pararse en su rodilla dentro del agua. Poco a poco conforme pasaba el día, mi carga) de paciencia se estaba agotando y cuando se volvió a caer el dinosaurio a la tina y mi hijo comenzó a llorar desconsoladamente, oficialmente se vacío y salió de mí un grito que ni yo reconocí. Obviamente este grito hizo que mi hijo llorara más fuerte y mi amiga la culpa salió con guantes de seda a darme unas buenas cachetadas. Unos minutos y varias respiraciones profundas después, con mi hijo envuelto en una toalla en mis brazos, me vio a los ojos muy fijamente y me dijo “Mamá, a veces necesito que me dejes llorar, los niños a veces necesitan llorar”…

La verdad tan profunda de esas palabras me sacudió y por varios días y semanas después; me hicieron reflexionar en cómo reaccionamos ante estos momentos de emociones grandes de nuestros hijos. ¿Será verdad lo que dijo mi hijo? A veces, como padres, ¿será que no tenemos
que encontrar las maneras de frenar el berrinche o la incomodidad de nuestros hijos y simplemente dejarlos llorar?

He notado en mi trabajo con padres que tenemos algo muy arraigado en nuestras creencias, que si nuestros hijos hacen berrinches o tienen “emociones grandes”, nuestro trabajo es arreglarlo de inmediato, que no es bueno y que es indicación de que algo en la ecuación debe
estar mal. Ya sea que algo está mal con el niño (está malcriado, es manipulador, es inmaduro, tiene déficit de atención, etc.) o con nosotros como padres (soy pésima mamá, algo estoy haciendo mal).  Pero se nos olvida que nosotros en el día a día tenemos las mismas emociones
que nuestros hijos y eso no significa que algo está mal con nosotros, cierto? Ok, quizás no nos tiramos a patalear en la mitad de la tienda porque la talla 6 que jurábamos que nos quedaba simplemente no cierra. Y tampoco nos deshacemos en un mar de lágrimas y alaridos cuando
estamos cansados, nos sentimos mal y tenemos que continuar con nuestro día porque nuestros hijos/parejas/trabajo nos necesitan, pero las emociones están ahí.

Así es que me pregunté, ¿qué necesitamos nosotros en esos momentos tan humanos de emociones efervescentes para poder regresar a un estado de calma para poder enfrentar el problema y solucionarlo? Y la respuesta a la que llegué me sorprendió, me di cuenta que en
esos momentos lo que necesitamos para sentir alivio y poder enfrentarnos al reto con nueva determinación es en verdad algo muy sencillo: poder descargar y ventilar nuestras emociones y que alguien nos escuche… realmente nos escuche, con profundidad y con intención. Sentirnos
sentidos es una de las emociones más edificantes que hay.  ¿Qué pasa cuando llegamos a casa después de un día difícil sintiéndonos frustrados y enojados, y al contarle lo ocurrido a nuestra pareja, nos comienza a recitar soluciones? ¡Peor! Porque lo que necesitamos en esos
momentos de sentir emociones a flor de piel es que nos ofrezcan empatía y no que nos resuelvan el problema. Y en esa aceptación, nos dan el permiso y la fuerza de poder solucionar el problema nosotros mismos.  En el momento que nos sentimos validados, contenidos y
comprendidos entonces el 90% de las emociones negativas se desvanecen y florece la claridad para superar el reto. Entiendo que como padres es difícil no tomarnos personal los momentos donde nos es imposible hacer felices a nuestros hijos, o que ante los ojos de los que nos rodean parezcamos estar fuera de control. Pero es esencial, si lo que queremos es no solo ayudar a nuestros hijos en esos momentos y guiarlos hacia un espacio emocional más positivo, sino también crear un relación más conectada, y niños con una mayor inteligencia emocional
Debemos de comenzar eliminando nuestra agenda personal y simple y sencillamente escucharlos, sin juicio, sin interrupciones, sin comparaciones y con la intención de que se sientan vistos y aceptados en su totalidad por nosotros.

Acuérdense  por un momento cuando eran niños. Imaginen cómo los hubiera cambiado sentirse comprendidos y aceptados. ¿Qué si en vez de que les hubieran dicho, “ay, ya bájale”, o “¿tú crees que es normal lo que acabas de hacer?”, les hubieran dado el espacio para
expresarse sin juicio. Quizás hoy en día seríamos adultos con la fortaleza de ser vulnerables y tener relaciones más profundas. Probablemente seríamos adultos con muchas menos inseguridades y sin miedo a expresar nuestra autenticidad. Y vale la pena preguntarnos si este
es el tipo de adulto en el que queremos que se conviertan nuestros hijos.

Así que la siguiente vez que veamos a nuestros hijos tomar la primera inhalación de lo que será un gran grito apasionado, en vez de enfocarnos en lo incómodo que será para nosotros, enfoquémonos en ellos, escuchemoslos sin juicio, sin comparaciones, sin interrupciones y con
la real intención de que sientan que los sentimos y que los vemos por quiénes son. Verán que los berrinches serán más cortos y, sobre todo, que nos causarán menos sufrimiento a nosotros como padres, creando a futuro una relación profundamente conectada con nuestros hijos.