Recuerdo súper vívidamente estar sentada en el baño de mi escuela, con sus pequeñas puertas de madera, manteniendo una conversación apasionada con Dios: “ya sé que se supone que no deberíamos rezar en el baño” dije, “pero esto solo demuestra lo importante que es lo que te voy a pedir.” En ese momento particular le estaba pidiendo ayuda con un bully que me estaba haciendo la vida imposible, diciéndole a toda mi clase que mi mama era una esquelética loca y que algo seguro estaba mal conmigo también (nota: mi mamá era bulímica y sí, reconozco que era muy particular). Sin embargo, la importancia que tuvo para mi ese recuerdo, fue que en ese momento tenía la certeza absoluta de que Dios iba a ayudarme a salir de esa situación. Yo sabía sin lugar a dudas, que Ello/El/Ella me estaba cubriendo las espaldas.Fue esa certeza absoluta la que me mantuvo a flote a pesar de la constante inestabilidad en mi vida.
Todas las noches, mantenía conversaciones con Dios y recuerdo sentirme escuchada, contenida y especial. Lograba expresar hasta el más lejano confín de mis deseos y entendimientos, de mis luchas y dolores, y sentir que yo tenía el poder de cambiar el curso de mi vida, a través de esa conexión espiritual interna. Y, en momentos de desesperación y sufrimiento, yo sentía que esa conexión era mi súper poder y refugio que me permitiría soportar las más grandes de las heridas emocionales.
Perdí esa conexión en la medida que fui creciendo y adentrándome en los años de mi pre-adolescencia. Recuerdo la frustración que sentía antes de irme a la cama, cuando trataba de conectarme con mi fuente transcendental y no poder hacerlo. Lo que una vez fue mi más íntima relación con el universo ahora parecía lejana e inalcanzable. Seguí intentando por un cierto tiempo hasta que eventualmente cedí a una nueva dinámica en la cual solo me quedaba con la esperanza de que lo que dijera siguiera siendo escuchado a pesar de que ya no sentía esa empatía divina.
Años más tarde, ya grande y con dos niños, me encontré recordando esos momentos de contención que sentía en mi relación con el universo y me pregunté cómo podría yo transferirle esa certeza a mis hijos. Esa certeza que me mantuvo a flote a pesar de tanta inestabilidad a mi alrededor, asi como, me produjo una resiliencia para poder creer tanto en los demás, como en mi propio poder para cambiar mi vida, aun y cuando mi realidad me demostrara lo contrario. Es que acaso ¿ese es el trabajo que yo debia hacer? ¿No sería una coerción de mi parte, hacerle creer a mis hijos, en aquello en que creía yo? También me volví a preguntar ¿qué fue lo que me hizo perder esa conexión tan profunda que yo sentía?
En años recientes la Inteligencia Emocional (EQ) se ha vuelto uno de los principales factores que ayudan a determinar la adaptabilidad y probabilidades de éxito hacia el futuro de un niño, pues antes de esto, el éxito y bienestar se medían únicamente de acuerdo a la inteligencia racional (IQ): mientras más inteligente fueras, mejor te iria en la vida. Sin embargo, últimamente científicos y educadores han empezado a hablar de un nuevo tipo de inteligencia a la que se refieren como Inteligencia Espiritual. Tan es así, que el International Journal of Scientific Research Publications público un artículo estableciendo que la Inteligencia Espiritual “era la única y máxima inteligencia necesaria para el funcionamiento efectivo de las EQ e IQ.” Para ponerlo en términos simples, la investigación demostró que entre mayor sea la relación transcendental y aceptación del mundo espiritual interno del niño, mas probable es, que crezcan a ser adultos mejor adaptados y más felices.
Ahora bien, dejando de lado toda la jerga científica, la pregunta con la que me quedaba era: ¿Dónde encajo yo como padre, con respecto a la conexión espiritual que sienten mis hijos consigo mismos y con el universo? Desde el principio de mi camino en la crianza y el coaching de crianza, leí mucho acerca de cómo los padres son efectivamente los escultores de los cerebros de sus hijos, como bien lo dice el Dr. Dan Siegal en The Whole Brain Child: “la relación que tu tienes con tu hij@ le da forma a la estructura y funcionamiento de su cerebro.” ¿Sería que esto mismo pudiera ser aplicado a la relación transcendental que nuestros hij@s tengan con el mundo? Me encontré con la maravillosa investigación que hizo la Dra. Lisa Miller, quien de manera clara y concisa dijo: “La naturaleza de la relación de día a día que un individuo experimenta con su poder superior, sobre todo mediante la forma en que entiende, enfrenta y resuelve conflictos, se ve influenciada categoricamente por la crianza que recibió.” En su investigación, explica como los niños crecen teniendo una relación con lo divino, que emula la relación con sus padres. Niños que han tenido unos padres incondicionales, por ejemplo, se vuelven capaces de ver su poder superior como un componente compasivo e inclusivo en sus vidas. Aquellos que crecieron con la ausencia de una figura paterna, mostraron una tendencia a buscar una organización religiosa estricta para comensar por esa ausencia. Los padres que fueron muy estrictos, criaban a hijos con la tendencia a creer que su Dios era implacable, y a verse motivados por los conceptos de premio y castigo, etc.
Esto respondió tantas de las preguntas que yo tenía. No solo pude ver que papel jugaba yo en ayudar a potenciar la conexión espiritual de mis hijos, sino también como ese papel afectaba de manera directa la mía. En la medida en que la salud mental de mi madre fue deteriorando y que a mi padre lo absorbía cada vez más su trabajo, empecé a sentir como se escurría mi propia capacidad de acceder a este amor divino. Prácticamente dejé de saber cómo conectar con el amor y la aceptación de aquella fuente que se hacía cada vez más remota. Al día de hoy, experimento a Dios como una fuente incondicional, pero aún muy lejana y no siempre presente e involucrada en mi día a día.
Creo profundamente que los niños nacen con esa sensibilidad espiritual natural. Esto lo podemos confirmar tan solo con escuchar sus eternas preguntas existenciales (¿ Oye mamá, si se supone que las orugas vienen a este mundo a convertirse en mariposas, por qué no nacen como mariposas y ya?) u observando su relación con la naturaleza. Lo vemos también en su habilidad nata de estar completamente presentes en cada instante de su día. Por eso es que creo que mediante nuestra crianza y relación con ellos, somos capaces, ya sea de exponenciar o aplastar esta conexión natural. Para ello, debemos preguntarnos ¿Los alentamos a hacer esas preguntas importantes? ¿Los ayudamos a conectar más profundamente a sus habilidades empáticas y entendimiento de la interconectividad que nos rodea? Más importante aún, ¿nosotros vivimos en sintonía con nuestra versión elevada y somos congruentes con nuestros valores?
Siendo así, parece ser un hecho que nuestros hijos experimentarán su poder superior del mismo modo en que nos experimentan a nosotros como padres. Pensemos en esto un momento … Va mas allá de nuestro estilo de crianza y del horario de las siestas, incluso que el aguacate orgánico con el que los alimentamos, sino directo a la esencia de quienes somos como personas. Normalmente cuando los padres se desesperan o desaniman con su crianza, buscan consuelo en la creencia de que, al final del día lo único que cuenta es que “yo amo a mis hijos y eso se reflejará de alguna forma.” No obstante, lo que esta investigación revela, es que se trata menos del amor que le tenemos a nuestros hijos, y más de cómo ellos experimentan ese amor. Si somos íntegros y congruentes, nuestros hijos experimentarán esta convicción y claridad. Si somos humildes y compasivos,nuestros hijos tienen más oportunidad de experimentar el diálogo y la aceptación desde un punto de vista universal. Así que, ¿cómo podemos asegurarnos de que nos convertiremos en el mejor embajador de esta relación sagrada? Solo reconectándonos con nuestros verdaderos valores y viviéndolos de manera íntegra y de todo corazón, de modo que brillen a través de nuestros hijos y cambien su experiencia de vida para siempre.
Mañana hazte la siguiente pregunta: ¿Cómo quiero que mis hijos experimenten a Dios/la Luz/el universo? Y ¿cómo puedo yo emular eso mas? En nuestro trayecto como padres, estamos efectivamente haciéndonos creadores, como Dios, para nosotros mismos y para nuestros hijos. Convirtámonos en los verdaderos creadores que queremos ser, y nuestros hijos recogerán los frutos de nuestra transformación.